Aurora Caurapán

00000225 constrain 160x200No era extraño que Aurora hubiera ido olvidando, poco a poco, las palabras, ritos y costumbres ancestrales. Por lo demás, también sus padres prefirieron educarla integrándola a la cultura existente. Siempre se sintió ciudadana chilena, parte de los sueños comunes, protagonista de todas las esperanzas.
Además, llegó a Santiago a los dieciocho años, con la idea de que el mundo era fraternal y solidario, duplicó los valores paternos y los recuerdos solariegos, adquirió su fe cristiana como si fuera natural en su vida, como si hubiera sido el instante que le faltaba, el paso que no había dado, y se dedicó a ello con tanta fuerza y constancia que, muy pronto, su lenguaje era claro, directo, humano y soñador.

Insistió, con perseverancia, en luchar por su superación personal e hizo todo lo necesario y admisible. Así fue logrando breves y grandes metas. Alcanzó pequeñas victorias y algunas derrotas. Jamás perdió la confianza en sí misma, porque sus creencias la dotaron de capacidades que no todos los seres humanos poseen, con lo que sobrellevó los silencios, las respuestas oblicuas, la sorpresa que causaban sus apellidos, el distanciamiento de algunos, las negativas de saludo y las exclusiones de las reuniones, almuerzos o fiestas.

Estudió hasta llegar a la universidad por la necesidad de la supervivencia, pero también para lograr el lugar que cada uno desea lograr en una sociedad que no admite errores ni disculpas. Estudió para ella, para su familia con el afán de integrarse de la manera más inteligente y natural. Jamás lo hizo como un acto de venganza porque todos los que humillan y ofenden, que los hay y habrá siempre, ya estaban perdonados por ella.

Su estatura moral, sacrificada y constante, en los focolares, llamó la atención de su iglesia, a tal punto que recibió una recomendación cardenalicia importante de Monseñor Sodano, para obtener su primer trabajo en una de las más prestigiadas empresas chilenas, CMPC, llamada comúnmente como “la papelera” y comandada por apellidos muy ilustres e históricos como Alessandri, Matte y Larraín.

Trabajó allí veinte años, desde labores menores hasta labores ejecutivas, en diferentes plantas hasta llegar a la de Talagante. Gozó siempre, por su empeño y capacidad, de la confianza de sus jefes y el aprecio de trabajadores y colaboradores, pero allí se encontró con Arturo Quiroga, un gerente de personal reconocido por todos por su evidente mal genio y arrogancia, quien discriminó de inmediato sus apellidos de ascendencia mapuche, demostrándolo siempre en múltiples y reconocibles formas, como el delegar su control a ejecutivas más asequibles, como no establecer jamás un contacto que permitiera mejorar la calidad de las funciones que desempeñaba cada cual, como visitar la planta sin tomar nunca contacto con Aurora que era, sin duda, parte de su equipo y responsabilidad, sin ni siquiera saludarla al paso por su oficina.

Ella creyó siempre que tal actitud no era, obviamente, una política de la empresa, cuya dirigencia parecía respetar su cultura ancestral, como quedó probado en el montaje en el Museo de Bellas Artes de una hermosa exposición dedicada a la platería mapuche, con el poético nombre de “Lágrimas de luna”, sino tan sólo parte de una estrategia personal del señor Quiroga, pequeño aristócrata, abiertamente racista, que la despidió pretextando una supuesta reestructuración para esconder su discriminación. La confirmación de ello fue que nombró una reemplazante de inmediato, a la que él acompañó solícitamente, presentó e instaló en el lugar que, finalmente había conseguido.

Aurora se sintió muy afectada y deprimida al comienzo, pero de acuerdo a sus creencias no quería admitir que fuera cosa de “feeling”, como le aseguró uno de los ejecutivos de la planta y mucho menos discriminación racial, hasta que los cientos de detalles, reunidos, analizados y concluyentes, le mostraron, sin lugar a dudas, que su despido o, graciosamente llamado, “desvinculación” se había producido por definitivas razones étnicas. Pese a todo, de lo que no estaba muy segura era que si tal método, correspondía a una deleznable actitud personal del señor Arturo Quiroga o, como se lo aseguró el gerente de su planta al notificarla, además de asegurar la falta de “feeling” como argumento, le comentó con tono misterioso que esta decisión “venía desde arriba” lo que exhibía, sin pudores, una política oficial clasista y discriminadora.

Aurora rechazó esta conclusión y en prueba de su fe dirigió una carta de agradecimiento y despedida al Gerente General de la empresa, a través de la secretaria que conocía, recordándole que su ingreso, hace veinte años, se había producido a raíz del pedido de Monseñor Sodano y que en su desempeño durante este tiempo, ella creía que había actuado con eficiencia por lo que se iba agradecida con la frente muy en alto y dignamente.

Sin embargo, lloró. No lo dijo a nadie, pero lloró, como si se creara un enorme vacío en su entorno y sufriera una pérdida irreparable. Claro que no es fácil, después de tanto tiempo, luego de tantos hábitos, en una suerte de dependencia, de pensar y sentir en sus labores, estar cesante de un día para otro. Le dijeron “es el sistema”, “así es el interés empresarial”, “ellos no están interesados en las personas, sino en las ganancias”, pero no hizo caso. Ella no condenaba, sólo le dolía que fuera su ascendencia la causa principal y no la eficiencia y capacidad que nadie podía desestimar y que había quedado suficientemente comprobada en todos los años de su labor, como lo evidenciaba el que numerosos gerentes de administración, producción y personal, accedieran, sin vacilaciones, a ser referentes de esta capacidad que ellos muy bien conocían y que les hacía preguntarse el “por qué” del despido, lo que ella, en un comienzo, no quería reconocer hasta que el rompecabezas pudo ser colocado en su lugar y no hubo duda alguna de la verdadera razón y del real responsable.

Si bien es cierto, su capacidad de clemencia la excedía, también habitaba en ella la ancestral sensación de rebeldía y lucha, por lo que, el mismo día, secó sus lágrimas y comenzó la batalla para conseguir un nuevo trabajo, tan necesario para la supervivencia. Hizo llamadas, escribió correos electrónicos, pulió su currículo, se tomó fotografías, hizo copias, buscó páginas en la Internet para su búsqueda, revisó diarios, en tanto recibía por diversos medios el apoyo de sus amigas y colaboradores, instándola a tener fe y paciencia y ofreciendo ayuda para la distribución de sus antecedentes.

A los pocos días ya era la de siempre, alegre, vivaz, activa y esperanzada, llena de ideas de proyectos para trabajar dependiente o independiente, en tanto en sus ojos, como una neblina del pasado, sobresalían los lagos y volcanes de su lejana Villarrica con sus lenguajes de lloviznas, aves y de hojas…

Nota: El relato corresponde a una historia real, pero el nombre de la afectada ha sido cambiado por propio requerimiento.

Una colaboración de Julio Campos Ávila, escritor y colaborador de Serindigena.

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