Las Peñas: antiguo lugar de culto indígena

Santuario Virgen de Las peñasDos veces al año, muchos habitantes del norte grande emprenden una larga caminata para llegar al santuario de Las Peñas, antiguo lugar de culto indígena. La festividad dura cuatro días con música y baile, sin embargo, la mayoría de la gente va y viene de inmediato haciendo de la peregrinación un símbolo de entrega.

El primer domingo de octubre y el 8 de diciembre, los habitantes de Arica y de otras localidades cercanas se disponen a comenzar una peregrinación hacia el santuario de la Virgen del Rosario de Las Peñas en la quebrada de Livílcar, que se encuentra a unos 95 kilómetros de Arica, a 1.200 metro de altura.

El equipo de Identidad quiso vivir esta experiencia y nos fuimos en octubre de 2003 hasta las tierras ariqueñas. En la ciudad tomamos un colectivo que nos llevó por la carretera que se interna por el valle de Azapa, hasta el sector de Chamarcusiña, donde se extiende un extenso paradero vehicular. Desde ahí, comenzamos un increíble tránsito de unos 20 kilómetros hacia la cordillera.

Iniciamos la caminata alrededor de las tres de la tarde, acompañados por un intenso sol y cruzando improvisados puentes de madera para cruzar el río San José. Cargando nuestras mochilas, nos fuimos adentrando en el corazón de las montañas, avanzando por los mismos senderos por donde pasaron miles de caminantes desde tiempos inmemoriales. Íbamos admirando los acantilados, mientras los más jóvenes nos adelantaban y los más ancianos descansaban cada cierto tramo.

A poco andar cruzamos las pampas Oxavia y Coyote, áridos terrenos que los viajeros expertos evitan a las horas de más calor. Por fortuna, cada cierta distancia habían tambos, improvisadas carpas a orillas del camino donde vendían agua, bebidas y naranjas.

En la ruta pasamos por varios apachetas, apilamientos de piedras dejados por los caminantes en las bajadas de las quebradas para pedir protección. Siguiendo esta ancestral costumbre indígena, cada uno de nosotros aportó con su piedra para que los guardianes invisibles de esos lugares continuaran en paz. En tanto, pedimos permiso y resguardo a los cerros con hojas de coca y cocoroco (alcohol de caña).

A las seis de la tarde no aparecía el santuario por ningún lado y las tres horas de caminata ya se hacían sentir. La ansiedad de la llegada era interrumpida una y otra vez por una nueva quebrada, un puente o una subida. Atrás habían quedado las pampas y ya estábamos en un lugar verde, lleno de cultivos, donde el aire era refrescante y revitalizador, mientras el sol iba escondiéndose con rapidez detrás de las montañas.

La gente del norte ha asistido a la fiesta durante toda su vida, por lo que el sendero lo llevan en la memoria y, para evitar el calor, emprenden el rumbo en la noche o en la madrugada, conformando una interminable romería de linternas.

Durante los días de fiesta, los más de 50 mil peregrinos van y vienen a toda hora, como hormigas, entre el santuario y Arica.

Ya a las siete de la tarde el sol había desaparecido por completo y, para llegar íntegros al santuario, nos acoplamos a una familia ariqueña. Por suerte esa noche apareció la luna, que iluminó nuestros últimos pasos. En el tramo final, escuchamos los primeros sones de las bandas, sin embargo aún faltaba camino, pues eran las quebradas las que nos traían el eco de la música.

La historia de Arica y la del santuario no podría ser contada sin mencionar a los arrieros, quienes nacieron para unir Azapa, Lluta, la costa, la sierra y el altiplano. Ellos prestan sus servicios durante la fiesta para los peregrinos, pues la gente de más edad se va en mula hasta la quebrada. Los comerciantes y bailarines llevan sus enseres gracias a este servicio de carga, ya que los mulares conocen bien el camino de ida y de vuelta, aunque no están exentos de pérdidas y accidentes.

Pasado indígena

La peregrinación hacia Livílcar tiene otros componentes que van más allá de la fe católica, porque en ese lugar hay una fuerza especial y mágica. A nuestro paso nos íbamos dando cuenta del espíritu que vislumbró la cultura andina en los cerros y entendimos por qué decidieron asentarse en esa ruta y, a la vez, tener un lugar de culto y peregrinación para escuchar a sus dioses ancestrales.

El paso del inca aprovechó todos los pisos ecológicos de la región y se instaló en las quebradas de Azapa y Livílcar, presencia que deja clara la relación del pueblo andino con el sitio donde posteriormente se instalaron los españoles, con la leyenda que creó la Iglesia Católica y con el santuario. En la actualidad, las reminiscencias prehispánicas aparecen con sutileza durante la festividad, en los bailarines, en la música, y en tantos otros detalles, dando cuenta que ese mundo aún existe en la religiosidad popular.

Después de más de cuatro horas de caminata, alrededor de las ocho de la noche, llegamos a Las Peñas. Lo primero que hicimos fue ir a ver a la virgen que es una imagen de yeso que está enclavada en el cerro y protegida por el templo. Allí, cientos de personas, cansadas y sudorosas, esperan su turno para saludarla.

El sitio donde está el santuario corresponde a una terraza de unos 160 metros de largo y de 28 metros de ancho. El río San José pasa por el medio de esta terraza y es protegida por acantilados que alcanzan los 250 metros de altura.

Durante el año nadie vive ahí y las pocas casas de adobe, que se llenan durante la fiesta, lucen semidestruidas. En una de éstas pedimos alojamiento y, por una pequeña colaboración, nos ofrecieron un colchón empolvado para comenzar nuestra estadía en Las Peñas. Al día siguiente encontramos un sitio a un costado del riachuelo donde armamos un improvisado campamento para los días siguientes.

Si bien a la festividad asisten unas 20 sociedades de bailes religiosos, es la peregrinación lo que le da sentido, pues la mayoría de la gente va y vuelve de inmediato haciendo un gran esfuerzo de entrega.

En general, los antiguos lugares andinos de culto indígena, a los cuales se accedía por una peregrinación, eran centros para agradecer y buscar protección. Nosotros nos sumamos a estas intenciones ancestrales y, en ese sitio, nos empapamos del paisaje, del río, de los cerros, de la música y de la gente.

De vuelta emprendimos el camino a las seis de la mañana junto a muchos otros peregrinos. Hicimos una parada en el tambo de Humagata para tomar desayuno con pan amasado recién salido del horno de barro, para luego continuar camino entre los cerros.

A pesar de las incomodidades y de los sacrificios, veníamos livianos, llenos de energía y agradecidos por haber participado en el encuentro con el espíritu de esta celebración.

Fuente: Más allá del río (Santuario de la Virgen del Rosario de Las Peñas de Livílcar), Erie Vásquez Benitt, 1990.

Colaboración de Revista Identidad

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